MI ESPÍRITU ANIMAL
por
Michael Hofius





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Soy originalmente de Centroamérica. Cuando era adolescente vivía en la ciudad de Guatemala y era muy aficionado al senderismo. Muchos fines de semana, entraba al barranco que quedaba al otro lado de la calle de donde vivía y me desaparecía hasta domingo tarde.

Algunas de estas caminatas me llevaban a las montañas que rodean la ciudad, montañas que se elevan desde la planicie hasta los 1,500 metros de altura o más sobre el nivel del mar. Es bastante aislado en estos montes, particularmente cuando se compara con el densamente poblado Valle de la Ermita.

La mayoría de la gente nativa Maya que habitan estas áreas aisladas son granjeros de subsistencia y cabreros. Su cultura tiene raíces que se extienden 3,200 años en el pasado y su Cosmología, o punto de vista universal, es probablemente más antiguo.

Así como con la mayoría de las gentes nativas en todas las Américas, su religión es Naturalista, o sea, que creen en la existencia sagrada y espiritual de todos los aspectos de la Naturaleza. Yo siempre he sentido una afinidad con esta perspectiva. Es, de muchas maneras, similar a mi experiencia Daoísta del Universo.

Pero yendo más al punto, ellos, como la mayoría de los Nativos Américanos, creen que hay un animal particular con el cual cada uno de nosotros, los humanos, tiene una conección única y espiritual. Esta criatura es frecuentemente llamada el Espíritu-Animal o Guía Espíritu-Animal. En la mayor parte de lenguas Maya se le llama Nawal que también a veces se escribe con el deletreo español Nahual.

En la tradición Maya, la vida del ser humano tiene paralelo en la del Nawal. Este animal nace al mismo tiempo que uno nace y muere al momento en que uno muere. El Nawal está tan espiritualmente conectado con el humano que durante el período Clásico Maya (200 D. de C. a 900 D. de C.) los reyes (señores, llamados «Ajau») eran frecuentemente llamados con el nombre de su Espíritu Animal. Aún hoy, se cree que si este animal es lesionado de alguna manera, la persona siente el mismo dolor. Y como es de esperarse, si la persona sufre de algún modo, también sufre su Nawal.

De todas maneras, en mis caminatas en las montañas me encontré con un clan de indígenas que vivían en cinco ranchos (Guatemaltequismo que significa «choza de paja») rodeados por pastos. Eran pastores de cabras, las cuales cuidaban los muchachos y a veces, las muchachas. Los adultos cultivaban sus modestos cultivos de maíz, frijoles y verduras. Las mujeres tejían y cosían las ropas para todos. Los hombres mantenían sus viviendas de adobe y paja y se encargaban del trabajo campestre más pesado. Don José era el patriarca de esta pequeña comunidad.

Don José era el más anciano de los varones y era el Shamán o hechicero del clan. En su mundo él era el intérprete del mundo espiritual para su clan y era el intercesor sacerdotal cuando la influencia de los espíritus se sentía en este mundo o cuando no se sentía y era requerida.

Un sábado, en una tarde lluviosa y fría entré a esta comunidad llevando una mochila a la espalda, una cantimplora de vino al cinturón y mi Colima (una forma de machete) en la mano derecha. No es cosa de todos los días que una persona de tez blanca entre tal ambiente. Me acogieron con típica hospitalidad y también con un poco de cautela.

La localidad en que quedaba esta aldea no era tan remota que esta gente ignorara el idioma español. Me he hallado en tales lugares, pero eso es otra historia. Don José me invitó a la fogata al centro de la agrupación de ranchos.

Coincidentemente, este día era un día de fiesta; no un día de fiesta para un Santo Católico, sino para uno de sus dioses Viento-Jaguar. La celebración que iba a acontecer esa noche, sería simple. Consistía en el relato, por parte de Don José, de la historia de cómo los dioses Viento-Jaguar se interesaron en la gente y cómo las diferentes gentes del mundo concocido (probablemente Mesoamérica, originalmente) fueron guiadas por los diferentes dioses Viento-Jaguar. Las gentes que vivían en la parte occidental del cosmos eran guiadas por el dios Viento-Jaguar del oeste. Los habitantes del norte, por el dios Viento-Jaguar del norte. La gente del oriente, por el dios Viento-Jaguar del este. Los habitantes del sur por el dios Viento-Jaguar del sur.

Él relató este mito en su lengua nativa. Aunque no entendía yo la lengua, el ambiente era sagrado; tan sagrado como cualquier otro ambiente que he experimentado. Cuando acabó el relato, me miró y me preguntó si entendía Cakchiquel, su lengua nativa. Le dije que nó y sonrió. Me dijo, «estabas con todos nosotros durante el contar. Pensé que entendías nuestra lengua, pero ahora veo que era tu espíritu que estaba con los nuestros.»

Le pedí que me explicara lo que es espíritu y me dijo, «Es todo eso que no se puede describir con palabras o ideas y que no se puede tocar con la piel, o verse con los ojos, u olerse con la naríz, u oirse con los oídos, o saborearse con nuestras lenguas.» Me dijo también que yo entendía lo que él decía porque cuando andaba yo de caminata, sentía los espíritus naturales en mi espíritu.

Platicamos acerca de muchas cosas en español esa noche. Dormí en un petate esa noche y, cuando desperté en la mañana, apenas salía el sol. Don José estaba hincado a mi lado y me dijo, «Vení conmigo. Hay algo que tenés que saber.»

Caminamos hasta las orillas de los pastos, más o menos un kilómetro de los ranchos de adobe. Entramos en un denso bosque sub-tropical, parecido a otros que había explorado en el altiplano Guatemalteco. Una brisa suave se sentía un poco frío y mi capixay (estilo de poncho, pronunciado «ca-pi-SHAI») me estorbaba más y más en los matorrales.

A la vez que contemplaba estas cosas, llegamos a un raso pequeño donde una fogata humeaba en el centro. Sentí el olor fuerte de Copal (un incienso) e instintivamente me quité el poncho y me senté en cuclillas frente al fuego. El Copal me llenaba las narices y los pulmones, casi doliente. Don José se sentó en cuclillas a mi lado. Me dijo que era tiempo que conociera a mi Nawal. Conocía yo el término e intuitivamente comprendía el significado de lo que me decía.

Llamó a los cuatro dioses Viento-Jaguar, uno a la vez, orientándose hacia los puntos cardinales conforme encantaba. Reconocí sus nombres, aunque no entendía el idioma. Después de unos hechizos, me dijo en voz baja, «Pronto vas a ver un animal. Te va a mirar en los ojos y vos vas a ver en los de él y cada uno se va a reconocer a sí mismo en el otro.» Desapareció por los matorrales y me quedé agachado en la niebla liviana y el humo y el incienso por un buen rato.

El único sonido que podía oír era el aire pasando por las ramas de los cipreses y por los matorrales bajo ellas. Ni voces, ni animales en el monte, ni siquiera los pájaros cantando. En este tipo de bosque, había aprendido a escuchar a los pájaros, las lagartijas, los roedores de varias clases. Instintivamente sentía cuando los zopilotes (buitres) rodeaban, alto, en el aire, aún cuando se deslizaban silenciosos. Pero en este tiempo y lugar, nada.

Muy pronto supe por qué. Por en medio de la niebla, a la mera orilla del claro en el bosque, apenas ví una sombra café-amarillenta, caminando - nó, acechándome. Era algo grande, y al principio no podía confirmar qué era lo que veía. Luego, sentí el olor de la sombra. No puedo describir el olor porque no he sentido iqual en mi vida. Era un poco agrio, un poco mohoso, pero desiqual al de cualquier otro mamífero que he olido. Gradualmente, serpenteó sus pasos hacia el otro lado de le fogata. Y ví sus ojos, las marcas en la cara, sus orejas. Ya era claro que era un jaguar.

Se detuvo frente a mí, del otro lado del fuego, y me miró en los ojos. Le clavé la vista, sabiendo que la única manera de evitar el ataque de un perro bravo u otro animal amenazante, es manteniédole fija la vista. Pero conforme miraba en los ojos al gato, empecé a sentir una paz. Era como mirar en una charca calmosa y ver mi propia reflexión. Sus manchas se hicieron mías. Mis orejas se hicieron suyas. Y luego, tuve la sensación extraña que no miraba a un ser físico pero, en vez, a algo del mundo espiritual. Pero no era alucinación porque incluía las sensaciones más profundas; emociones; un reconocimiento de familiaridad. Recuerdo que sonreí y se desvaneció.

Me quedé pasmado. Esta visión fue como ninguna otra que he experimentado. Me quedé en cuclillas un rato más y después apagué el fuego y el incienso. Regresé por el bosque hasta el prado y hallé a Don José sentado sobre una piedrona de basalto, mirando hacia el valle abajo. Empecé a contarle lo que había visto pero alzó la mano y dijo, «¡No! No debés contarme lo que viste. Solo decíme si te encontraste en el claro.»

Mi respuesta fue muy asegurada: «Miré en los ojos a mi Nawal y éramos uno.» Sonrió y me dijo, «Hoy te has visto. Siempre tratá de ser quien sos y lo que sos.»

No nos parecemos fisicamente, eh?

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